Después de maravillarnos con Palawan, en el extremo occidental del archipiélago filipino, decidimos poner rumbo a la isla de Leyte, concretamente a Pintuyan, en el extremo opuesto. Teníamos un objetivo muy claro: nadar con el tiki tiki. El tiburón ballena. El pez más grande del mundo. En esta época del año, Pintuyan es un buen lugar para avistarlo y al parecer allí se puede hacer de manera respetuosa. En Puerto Princesa, la capital de Palawan, también se pueden ver, pero no en estas fechas, pues son migratorios y durante estos meses se van a buscar su plancton a otras aguas. En otros lugares, como en Oslob, en la isla de Cebú, alimentan a los tiburones para atraerlos y cada día cientos de chapoteantes turistas se les suben a la chepa. Esta práctica desbarata totalmente las costumbres migratorias del animal, y nosotros no queríamos contribuir a eso.
Para llegar hasta Pintuyan, primero volamos desde Puerto Princesa a Cebú. Pasamos tan solo una noche en cada ciudad, así que solo podemos compartir una impresión muy superficial: Puerto Princesa tórrida y polvorienta, pero con interesantes mercados y bastante vida estudiantil. Cebú lluviosa, grasienta y gris, con abundante oferta de street food.
Hilongos nos recibió con esta puesta de sol
Desde Cebú, salimos en un ferri con cientos de literas, que llegaba hasta la pequeña ciudad de Hilongos. Nada más poner un pie en el puerto, nos dimos cuenta de que son pocos los turistas que llegan a estas costas, pues por primera vez en más de tres meses de viaje tuvimos que abordar nosotros a los conductores de tuktuk, y no a la inversa.
Todo el mundo nos miraba con curiosidad. Estamos acostumbrados a los saludos y las sonrisas de los niños, que te ofrecen la mano y saltan alegres cuando se la chocas, pero allí nos saludaban niños, adolescentes, adultos y ancianos. Muchos incluso querían hacerse fotos con nosotros. Resultaba algo abrumador, pero era una abrumación grata, pues nos sentíamos bienvenidos.
Nuestro plan era pasar una noche en una isla muy pequeña (de unos 400m de largo por 200m de ancho) llamada Canigao. Habíamos leído en un blog que no tenía ni carreteras, ni edificios y que para dormir había que alquilar tienda de campaña. Yo, fantasioso, me imaginaba como un náufrago en una isla virgen, greñudo y descalzo, abriendo cocos, pescando peces y asándolos en unas brasas en la arena ante una mágica puesta de sol. Era un plan idílico. Por fin podría invocar todos los conocimientos aprendidos en mi adolescencia en programas como “El último superviviente”... Ay, qué malas son las expectativas... La experiencia que tuvimos fue bastante diferente a lo que yo tenía en mente.
Recién instalados en la isla de Canigao
Al llegar al puerto, caímos en la cuenta de que era fin de semana, y no existe pueblo más dominguero que el filipino. Enormes familias de hasta cuatro generaciones equipadas con karaokes, barbacoas, tiendas, sillas y mesas se acumulaban en el muelle. También llevaban toda clase de viandas, como pescados y frutas, y hasta vimos un enorme cochinillo asado bien envuelto en papel de periódico para que no se constipara. En unos 25 minutos en barco nos plantamos en la isla, alquilamos nuestras tiendas y rápidamente buscamos un emplazamiento alejado del mogollón y encarado al oeste, para al menos ver tranquilamente el “sunset”, aunque el cielo tenía un tono gris muy poco prometedor. Al poco rato, nuestro otrora periférico campamento, estaba completamente rodeado y asediado por varios asentamientos de juventud filipina, cada uno con su propia música machacona, y una provisión de ron Tanduay aparentemente inagotable.
Poco antes de la puesta de sol, empezó a llover, y el agua rápidamente caló la finísima lona de nuestras tiendas de campaña. La experiencia empezaba a rodar por el barranco del desastre, así que en un desesperado intento de animarnos compramos nuestra propia botella de Tanduay y me acerqué a entablar conversación con nuestros ruidosos vecinos, que ya mostraban una elocuente ebriedad. Me invitaron a comer papaya, y me explicaron que el plan de pasar el finde en Canigao era muy común: “beach, friends, music, party… to relax, you know?” Mis intentos por explicarles que eso era un oxímoron no fueron comprendidos.
Al caer la noche, pudimos presenciar el mágico efecto de la noctiluca, unos microorganismos marinos bioluminiscentes, que cuando agitas el agua o caminas rápido por ella, emiten una tenue luz azulada y fantasmal. Después de chapotear un poco, nos sentamos a charlar, pero el ron más famoso de Filipinas es un brebaje apenas potable, y además, una fina lluvia caía de forma intermitente, así que pronto nos retiramos a nuestras húmedas tiendas.
Ni el ron ni la lluvia parecían ser un problema para los locales, como demostraban sus estridentes carcajadas. Entre éstas y la espitosa música, formaban un ambiente de enloquecido aquelarre con el que era imposible pegar ojo. Al poco rato, derrotados, decidimos trasladar nuestro campamento unos cientos de metros, hasta una especie de explanada de cemento llena de trastos, y allí, tendidos sobre el durísimo suelo, algo pudimos dormir.
El día siguiente amaneció con un sol radiante, que rápidamente secó nuestra ropa húmeda y mientras esperábamos al barco, jugué un rato con nuestros resacosos vecinos a un juego tradicional filipino. Era una versión del clásico “la araña”, en el que un equipo trata de cruzar una línea marcada en el suelo, y el otro, que solo puede desplazarse por su “tela de araña”, se lo impide. Me dejaban ganar todo el rato.
Finalmente conseguimos salir de Canigao, la isla maldita, y enlazando tres transportes diferentes con una sincronicidad increíble, llegamos hasta el pequeño pueblo de Pintuyan. Entramos por la calle mayor al caer la noche, en mitad de un épico chaparrón. No nos fue muy difícil encontrar nuestro hotel pues solo hay tres.
Al día siguiente, acudimos a la oficina de turismo para organizar nuestro tour con el tiburón ballena. El ambiente allí es muy familiar y campechano y todos se mostraron muy amables y dispuestos a ayudar. Mientras esperábamos a los tricicles que nos llevarían hasta el golfo de los tiburones, nos hicieron pasar a un despacho. Había dos escritorios, un ordenador y unas cuantas sillas para las siete personas que trabajaban allí. ¿Y cuál era el trabajo de las cinco personas que no tenían escritorio? Seguramente ellos se pregunten lo mismo. Durante la media hora que estuvimos allí sentados su trabajo fue dedicarnos tímidas sonrisas y hacernos una foto de grupo para su página de Facebook.
Foto de grupo. Todo listo para el "whale shark interaction".
Tras un corto trayecto en tricicle, llegamos a una tienda donde nos proporcionaron aletas y a Patri unas gafas de snorkel que parecían de la época de Jaques Cousteau, pero que resultaron eficaces. Pagamos 1300 pesos filipinos, unos 21€ y, emocionados, nos subimos a las barcas.
El método de avistamiento es bastante curioso. Nos montamos en una pequeña bangka filipina en la que íbamos el conductor, el jefe de la expedición, Patri y yo, y nos seguían dos barquitos, del mismo tipo pero mucho más pequeños, en los que iban los “spotters” cuya misión consistía en buscar al tiburón. Iban equipados con unas gafas de snorkel y cada poco rato, metían la cabeza en el agua para otear las profundidades.
Recorrimos el golfo de ida y de vuelta, una y otra vez, con el motor de la barca al ralentí. Todos estábamos en silencio, nerviosos. En el ambiente flotaba una sensación de anticipación absolutamente palpable. Sabíamos que en algún punto debajo de nosotros se paseaba tranquilamente un tiburón de más de cuatro metros de largo, pero ¿Dónde estaba? El tiempo iba pasando, y cuando ya llevábamos más de una hora dando vueltas, empecé a plantearme si realmente lo veríamos. Al fin y al cabo el mar no es un museo, y que los tres días anteriores lo hubieran visto no era garantía de nada. Quizá los tiburones se habían ido a pasar el fin de semana fuera. O tal vez ya se habían zampado todo el plancton de estas aguas y se habían marchado definitivamente. Cuando mis ánimos empezaban a flaquear, de pronto, sin previo aviso, con una precipitada maniobra de 180 grados, y un estruendoso petardeo, nuestra bangka se puso a toda velocidad en dirección hacia un spotter que agitaba su remo. Cada ola que saltábamos nos rociaba como un gélido cubazo de agua, y a los pocos segundos ya estábamos totalmente empapados y tiritando. Yo estaba nerviosísimo. Llegamos a un punto en el que se habían congregado unas cuantas bangkas con otros turistas, y tras la señal de: “¡Go, go, go!” del jefe, me lancé al agua con un aparatoso chapuzón. Nada más disiparse las burbujas de la zambullida lo vi. A unos diez metros. Una boca de un metro de ancho que venía justo en mi dirección. El corazón se me puso a mil mientras, torpemente, intentaba apartarme de su trayectoria. Pasó nadando majestuoso, unos tres metros por debajo. Me puse a seguirlo, pero a pesar de la lenta oscilación de su cuerpo, se movía rápido. Al cabo de un minuto, su silueta se fue desdibujando en la profundidad azul, y se perdió. Fascinados, subimos otra vez al barco y repetimos la operación. A los veinte minutos, un nuevo avistamiento, y poco después otro más. Cada vez el procedimiento era el mismo: una lenta marcha en el barco llena de expectación, seguida de una frenética carrera para llegar de los primeros en la que se liberaba toda la tensión acumulada.
Nadar con el tiburón ballena es una experiencia increíble
A lo largo de la mañana se fueron acumulando más y más barcos. Los más grandes llegaban desde Padre Burgos, ansiosos tras dos horas de trayecto hasta aquí. Al final habría unas treinta personas en el agua, lejos de las masificaciones de Oslob, pero más de las que esperaba, y muchas más de las que me habría gustado. A las tres horas exactas, por normativa medioambiental, regresamos a la costa. En total vimos tres tiburones diferentes, el último el más grande, de unos seis metros. Fue increíble. A mí “Tiki tiki” me suena a nombre de animal pequeño, pero vaya bicho. Inmenso, pacífico, imponente. Diría que hasta tiene un aire prehistórico. Como de otro tiempo.
Intenté hacer unas fotos, confiando en una precaria funda acuática para móvil, pero estaba tan excitado por la presencia de este monstruo marino que en ellas apenas se distingue su moteada silueta. Por suerte, dos chicos Suizos que estaban con nosotros, compartieron amablemente los vídeos de sus GoPro.
Aunque el tiburón es el atractivo principal de Pintuyan, no desaprovechamos la ocasión de hacernos los turistas instagramers en el épico mirador del Caningag Mountain Park. Un parque muy apto para albergar a una familia de Teletubbies.
Mirador Caningag Mountain Park
El siguiente punto en nuestra ruta era la isla de Bohol, a la que llegaríamos en ferri. En la oficina de turismo de Pintuyan, nos dieron el número del conductor de la furgoneta local que hacía el trayecto hasta el puerto, y nos advirtieron: “Don't forget to tell him that you are foreigners” Yo, siempre con las alertas encendidas, pensé: ¿Y qué más le dará al conductor si somos guiris o locales? ¿Querrán cobrarnos más? Ante lo que la simpática mujer me respondió: “Room for your legs”. Al llegar la furgo, resultó que por ser “foreigners” y sacarles una cabeza de altura a todos, nos habían reservado los asientos delanteros, por el mismo precio, pero algo más espaciosos para nuestras largas piernas de extranjero. La collejita diaria de humildad que no falte.
En la isla de Bohol estuvimos unos días en Anda, un tranquilo pueblo, poco turístico, donde visitamos unas cascadas impresionantes, pero sin duda destacamos nuestra estancia en Batuan, en el Lhoyjean Garden Hostel. Es el sitio donde más a gusto nos hemos sentido en lo que llevamos de viaje. Comodidades mínimas, pero hospitalidad infinita. Realmente marca la diferencia.
Dormimos en un diminuto bungalow de apenas 3x3m, con el techo tan bajo que no se cabe erguido y cuyo mobiliario es un colchón en el suelo, una mosquitera y un ventilador. El baño es compartido y no hay agua caliente, pero a las pocas horas de estar allí entendimos por qué solo tiene reseñas de cinco estrellas. La pareja que regenta el hostel es absolutamente encantadora. Jean es una mujer menuda, muy parlanchina y divertida y cocina maravillosamente bien, y Lhoy es alto y ancho de hombros, muy atento y siempre sonriente. Son de estas personas que se nota que aman lo que hacen. Cada noche, preparaban una deliciosa cena comunitaria a la que siempre asistíamos todos los huéspedes, y después la sobremesa se prolongaba un buen rato, pues a nuestros anfitriones les encantaba hablar. Alguna noche, Lhoy nos animaba salir en busca de luciérnagas, “aninipots” en visaya. Incluso un día nos invitó a entrar en su casa para mostrarnos, con orgullo infantil, los huevos de gekko, ya eclosionados, que había tras la encimera de su cocina. Los gekkos de allí eran de otra especie, mucho más grandes que los que habíamos visto hasta ahora, y gritaban de un modo espectacular.
Lhoy y Jean son una pareja encantadora
Aunque las carreteras de Bohol dejan mucho que desear, la forma más práctica de moverse era alquilar motillo. Es una isla muy explorable, y nos encantaba descubrir sus paisajes rurales sobre dos ruedas. Hay infinidad de espectaculares cascadas en las que bañarse y saltar si uno se atreve. En las más altas, el agua cae con tanta fuerza que hasta es doloroso ponerse debajo. También hay fotogénicos campos de arroz comparables a los de Bali. Un día fuimos a ver el amanecer desde el mirador de las famosísimas “Chocolate Hills”. Son unas colinas de un origen geológico algo incierto, que parecen pequeños bomboncitos espolvoreados de chocolate.
Nos encanta el ambiente rural de Bohol
Después de las colinas nos entró el antojo de dulce, así que otro día, visitamos una plantación de cacao. Nos apuntamos a un tour en el que nos mostraron todo el proceso de producción de este manjar de dioses, desde el cultivo de los árboles de cacao, hasta el producto final, e incluso pudimos preparar nuestra propia tableta de chocolate. Probamos el cacao en todos sus posibles formatos. Yo no tenía ni idea, pero el fruto del cacao tiene una carne blanca muy dulce y aromática, me pareció delicioso. También probamos las amargas semillas de cacao, fermentadas y tostadas, una infusión de cacao puro, té de cacao y finalmente el chocolate, mezclando la pasta del cacao puro con leche de coco y azúcar.
En la Bohol Chocolate Farm nos adentramos en el mundo del cacao
Las playas de Filipinas son para flipar, pero este país tiene mucho más que arena blanca y aguas turquesas ¡Leyte y Bohol son la prueba!
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