Nuestra ruta en el archipiélago filipino empezó en Manila. La mayoría de viajeros que conocimos durante nuestra estancia en el país nos dijeron que la capital no les gustó nada. Que era fea y que no valía la pena pasar ni una noche, si conseguías que te cuadraran los horarios de ferrys o vuelos para salir de allí. Nosotros discrepamos. Pasamos una sola noche en un Oyo, (apropiado nombre para esta cadena de hoteles), pero nos habríamos quedado con gusto dos o tres días más.
Ciertamente esta ciudad no nos cautivó por su belleza, pues dicha cualidad no se encuentra entre sus atributos. El flechazo fue más intangible, más inexplicable. Supongo que tiene que ver con la novedad. Cuando ya nos habíamos hecho a los usos y costumbres de Indonesia después de pasar un mes tras sus fronteras, todo aquí nos parecía novedoso, todo era merecedor de nuestra atención. Esto hizo que nos sumergiéramos con gusto en la bulliciosa cotidianeidad de sus callejones y sus puestecitos de street food.
A primera hora de la mañana, algunas carenderías, que es como se llaman los tradicionales restaurantes filipinos, hervían de actividad, y nosotros apostábamos siempre por la más concurrida. En la zona donde nos alojamos, los menús no estaban traducidos, pero no era problema. A mí me seduce tremendamente el juego de pedir la comida basándome únicamente en la sonoridad del nombre, pues lo veo como una ruleta en la que solo puedo ganar. Si lo que he pedido es algo apetecible, bien. Si resulta que no es lo que normalmente comería para desayunar, me río un rato. Bien también. La sorpresa de desayunar sopa de torreznos con jengibre, bien merece la incertidumbre.
Saliendo del puerto de Manila rumbo a Corón
Después de nuestro breve paso por Manila, nuestra siguiente parada fue Corón, isla a la que llegamos mediante ferry nocturno. Pagamos 28€ por el billete más barato, y tardó 9h. Al parecer tuvimos suerte, pues dependiendo del estado del mar puede tardar bastante más. Dormimos en una enorme sala en la que conté 240 apretujadas literas, separadas por anoréxicos pasillos. No había aire acondicionado, pero tampoco paredes, así que la brisa marina refrescaba el ambiente. Nuestros vecinos de litera eran grandes familias filipinas que transportaban una cantidad de equipaje a base de bolsas y cajas propia de una mudanza. Cuando nos instalamos en nuestros claustrofóbicos nichos, protegidos por infranqueables barricadas de maletas, nos dimos cuenta de que la otra mitad del camarote estaba totalmente vacía, así que decidimos que después de zarpar, nos trasladaríamos para optar a un ápice de espacio vital. Al parecer, a nadie más le molestaban las estrecheces, pues fuimos los únicos que se cambiaron.
Llegamos a Corón a las intempestivas 3:00h de la mañana y nos encaminamos a nuestro hostel con pocas esperanzas de ser acogidos, porque la cama la habíamos pagado a partir del día siguiente. Nuestro bostezante, legañoso y desubicado aspecto debió de apiadar al recepcionista, pues nos dejó hacer el check-in y dormir unas horas gratis. O intentarlo, porque allí tuvimos nuestro primer encuentro con los famosos gallos de Filipinas. Desde entonces, sus afónicos cantos nos acompañaron prácticamente cada madrugada en el país.
El primer día en Corón contratamos un island hopping privado. Nuestro guía y capitán era parco en palabras, pero manejaba su bangka (barco tradicional filipino) con gran pericia. Nuestros compañeros de tour eran Hiro, un chico japonés, y Nico, un francés. A ambos los conocimos en nuestro hostel. Durante todo el día estuvimos surcando las aguas que rodean la isla de Corón, de un color turquesa tan encendido que casi parece irreal, y visitamos los principales atractivos de la zona. Para mí los highlights del tour fueron Kayangan Lake y Siete Pecados. El primero por sus aguas cristalinas, en las que más que de nadar, le da a uno la sensación de volar. El segundo por su formidable arrecife repleto de variopintos corales de aspecto extraterrestre.
Island hopping en Corón
Otro interés que tiene la isla son sus famosos pecios (una flota de barcos japoneses hundidos en la segunda guerra mundial, quince de los cuales se encuentran a una profundidad buceable). Los oscuros y claustrofóbicos pasillos de estos naufragios desprendían un magnetismo de misterio que ejercía una poderosa atracción en mí, y dudé sobre si hacer o no una inmersión hasta que se me resecó el cerebro. Al final los seis años que llevo sin bucear me pesaron tanto que decantaron la balanza en favor de la sensatez y el ahorro (o más bien del miedo y la tacañería). Así que decidí que haría un buceo previo en el siguiente destino para quitarme el respeto, y que algún día volvería a Corón para sumergirme en la penumbra de esos inundados camarotes.
Nuestra siguiente parada fue el Nido, al norte de Palawan, uno de los destinos más visitados de todo Filipinas. Cuando nos enteramos del precio del billete en ferry desde Corón casi se me escapan las cejas. 51€ por un viaje de 5 horas. En fin, en momentos como este me doy cuenta del precio que pagamos por ir a la aventura sin planificar. También nos enteramos de que existe la posibilidad de contratar una expedición que hace el mismo trayecto en tres días, parando en las islas vírgenes que hay por el camino. No es una experiencia barata, pero todas las personas que conocimos que la habían hecho coincidían en que cada céntimo que pagas vale la pena.
En el Nido solo nos quedamos una noche, pues habíamos leído que era demasiado turístico, así que no planificamos ningún island hopping. Eran tantas las reseñas acerca de su masificación que nos esperábamos un especie de Salou en versión filipina, y no fue así. Nos encontramos con un pueblo pequeño. Muy transformado, cierto, pero los grandes hoteles y el bullicio turístico se concentraban básicamente en una única calle, repleta de restaurantes de los de música alta y mucho neón. El resto era bastante tranquilo.
Atardecer épico desde Lio Beach Pier en El Nido
Al día siguiente salimos en minivan hacia Port Barton con la intención de asentarnos unos días y hacer un poco de rutina, pues el cuerpo ya nos iba pidiendo ancla. Enseguida nos encandiló su ambiente, y acabamos quedándonos ocho días. Port Barton pertenece a ese reducido grupo de lugares en los que se da una improbable y efímera coexistencia entre turismo y vida local. No diría que el lugar fuera poco turístico, pues eramos bastantes guiris, pero no se sentía para nada transformado.
Al caer la tarde, los extremos de la calle central eran franqueados por sendas barricadas que aseguraban su peatonalidad y en ella se desplegaban decenas de humeantes barbacoas. El aroma del pescado fresco y el pollo al brasearse haría babear hasta a un ser fotosintético. Después de probar varias carenderías, nos abonamos con fidelidad a la Star Apple Canteen, donde cada día cenábamos un cuenco de arroz, unas verduras al curry y una generosa rodaja de atún a la brasa por unos 2’5€.
Foto de equipo del Star Apple Canteen
Por las noches, nos acercábamos al pabellón de la calle mayor donde siempre había algún tipo de festividad o evento al que acudía todo el pueblo. Desde partidos de básquet, a desfiles de la banda de música del cole, y por supuesto, karaokes. Y es que los filipinos sienten una tremenda afición por el micrófono. Todos, sin excepción, cantan con gran pasión, y en cuanto a lo de afinar, hemos visto de todo. Melodiosas voces que podrían estar en la ópera y gangosos aullidos de los que hacen echar de menos el autotune.
Por las mañanas, mientras Patri se quedaba escribiendo, yo me acercaba caminando hasta las playas. Hay dos a unos 40 minutos a pata desde el pueblo. Primero, la preciosa Coconut Beach, repleta de cocoteros y en cuya arena retoza una familia de cerditos. Cuando la marea está baja, se adentran en el mar y con su burbujeante hocico, revuelven el fondo en busca de frutti di mare. Paseando con ellos encontré decenas de unos inmensos pepinos de mar que yo no había visto nunca. Eran largos y estrechos como serpientes, y patrullaban los fondos de la zona intermareal agitando suavemente los tentáculos que rodean su boca. Para mis porcinos compañeros eran una auténtica delicatessen, como pronto descubrí con fascinante repulsión. Quién me iba a decir que pocos días después yo mismo cataría este dudoso manjar.
Si uno camina un poco más, llega hasta la White Beach, que aún es más bonita que la anterior. Por cierto, en todo el país, todas las playas, cascadas, miradores y básicamente, cualquier trozo de tierra que tenga un mínimo de interés tiene una “entrance fee” (tasa de entrada). En estas cobraban 50 pesos (0’8€). Al parecer, existe una moción por parte del turismo mochilero para que cambien el nombre del país a “Feelipinas”.
Las playas de Port Barton son un paraíso
En las playas, me dedicaba a leer, a meditar o me entregaba a un nuevo pasatiempo recién descubierto: la apertura de cocos pedrusco mediante. Los cocos tienen dos estados de maduración diferentes: el coco joven o verde, cuya pulpa es blanda, y el coco viejo o marrón, cuya pulpa es dura. Los filipinos trepan a las altísimas palmeras, machete en mano, para rebanar los racimos de cocos cuando aún están verdes, y se sorprenden sobremanera cuando me ven rebuscado por el suelo para recoger los cocos viejos que ya se han caído y que para ellos solo sirven para secarlos y hacer aceite. Yo les intento explicar que el coco viejo me gusta porque la carne cruje al morderla y que de todas formas es el único coco al que tenemos acceso en los supermercados de Barcelona. Ellos me miran con insondable compasión y me dejan proceder con mis primitivas maniobras como si fuera un náufrago chalado.
La vista desde el mirador "Bato ni Ningning" es impresionante
Primero hay que encontrar uno adecuado, lo cual no es tan fácil como parece. Yo me las doy de zahorí y voy recolectando cocos por la playa y agitándolos a la altura de mi oreja. Si chapotea, promete. Mediante este proceder acumulo dos o tres, pues la ratio de éxito es aún baja. El siguiente paso es menos sutil. Se trata de aposentar el coco en un suelo rocoso y lapidarlo con la piedra más grande que pueda uno levantar. Dos o tres veces suelen bastar para agrietar la fibrosa carcasa exterior hasta el punto de poder arrancarla a tirones, aunque a veces se resiste y hay que recurrir al pedrusco una vez más, con gran riesgo de machacarlo del todo y que sea la arena quien se beba su dulce maná. Si uno consigue desprender la primera carcasa sin que se haya producido siniestralidad, obtendrá un pequeño, esférico y peludo coco, y será hora de pasar a la última fase. La segunda cáscara se puede abrir por la mitad con un único y certero golpe contra el canto de una roca. Este procedimiento hace que se pierda, como mínimo, la mitad del precioso líquido que guarda en su interior, pero precisamente eso hace que la mitad que sí te puedes beber, tenga el dulce sabor de la victoria. Tras muchos intentos, después de desechar varios cocos por germinación inadvertida y reventar sin remedio otros tantos, conseguí establecer una ratio de medio coco bebible por cada tres que intentaba abrir. Aún estoy perfeccionando mi técnica. Después de abrevarme, me abandonaba al ensimismamiento mascando la crujiente carne blanca, que por cierto es mucho más saciante que un plato de arroz.
Pasear con los cerditos, buscar pepinos de mar, abrir cocos... En Coconut Beach es imposible aburrirse
Un día, regresando al pueblo de mi matutina incursión a la playa, un grupo de sonrientes lugareños que tenían un picnic montado en la arena me invitaron a acercarme con gritos de “¡Cucumber, cucumber!” Yo, divertido, me acerqué, preguntándome a santo de qué me invitaban a comer ensalada de pepino. Unas pocas sinapsis después, caí en la cuenta de que no se referían al verde fruto de la planta cucurbitácea con el que yo estaba familiarizado. Efectivamente, me ofrecieron una bandeja que desprendía un penetrante olor a vinagre en la que había un “algo” de color oscuro cortado a daditos. Ante mi vacilación, uno de los presentes abrió un barrilete de plástico y con gran teatralidad, sacó una enorme holoturia. Un pepinaco de mar de al menos un metro de largo que ante su avinagrado final se había enroscado sobre sí mismo como un muelle. Mediante explícitos gestos y grandes risotadas, fui informado de que comerlos era buenísimo para la virilidad, así que me zampé dos trozos. Es lo más correoso que he comido en mi puta vida. Mis muecas de cartilaginosa masticación fueron acogidas con gran regocijo. Para acompañarlo, me ofrecieron un maridaje que no desentonaba en absoluto. Consistía en una pócima de un inofensivo color transparente, pero que resultó ser un destilado casero de una graduación probablemente ilegal. El resto del camino a casa lo hice con el casquet volador.
Mucho más agradable para el paladar era el “banana turon”, idóneo almuerzo, postre, merienda y resopón. Dos plátanos envueltos en una fina masa, ensartados en un palo y fritos, tan sencillo como eso, pero qué deliciosa maravilla. Nos convertimos en fans incondicionales nada más probarlo.
Durante estos días conocimos a Teresa. Las personas bonitas aparecen cuando uno está preparado para recibirlas.
Los días iban pasando y no queríamos irnos. Port Barton es un pueblo que te invita a quedarte, y con gusto nos dejamos arrullar por su sal y su sol. Ambos lucíamos el bronceado de la vida pirata. De hecho, yo nunca había tenido un color tan acorde con mi apellido. En cuanto a nuestro estado de piel para adentro, nos sentíamos plenos, jubilosos, pletóricos.
Hace tan solo unos meses, estando del todo sumergido en la rutina de la vida en Barcelona, nociones como la hora del día o el día de la semana, eran datos tremendamente relevantes, pues de ellos dependían mis planes, mis actividades de ocio, incluso mi estado de ánimo. Durante los días que estuvimos allí, no teníamos ni idea de en qué día vivíamos, y a duras penas sabíamos el mes. Era como flotar en un espacio de ingravidez temporal. Por supuesto, seguíamos teniendo que atenernos a un calendario, el impuesto por el visado y las fechas de los vuelos, pero a corto plazo, el fluir de los días era como un arroyo en el que chapoteábamos con deleite.
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